En Proaza vivía una mujer muy vieja y muy curiosa. Empleaba su tiempo en hilar, pero al llegar las doce de la noche, por nada del mundo dejaba de asomarse a la ventana para curiosear lo que a esas horas ocurría por el pueblo, y así pasaba largos ratos, fisgando a los pocos transeúntes que atravesaban aquellas callejuelas.
Estaba una noche asomada, como de costumbre, en espera de que pasase algún alma viviente, para poder tramar cualquier chisme; pero como la calle permanecía completamente desierta, su vista vagaba por el oscuro horizonte. Mas de pronto divisó a lo lejos una fila interminable de lucecitas, que iban avanzando, como en una misteriosa procesión.
Quedó muy extrañada la mujer, y perpleja se preguntaba qué procesión podría ser aquélla, de la que nunca había tenido la menor noticia. Discurría mil conjeturas acerca de ello, cuando vio que las luces se dirigían hacia su casa. Inmovilizada, esperó a
que se acercaran para poder distinguirlas mejor. Le inspiraban cierto respeto; pero su curiosidad era mayor que su temor, y siguió en pie hasta que estuvieron bajo su ventana. Entonces, una de las luces se levantó sola hasta ella, y oyó al mismo tiempo una voz tenebrosa que decía: «Toma este cirio y guárdalo bien hasta mañana, que volverán a buscarlo».
Muy asustada la vieja, con mano temblorosa cogió el cirio, y con un terror que no la
sostenían las piernas, entró en su alcoba para guardarlo en un baúl. Después cerró bien la ventana, y, muerta de miedo, se acostó, se arropó mucho y trató de conciliar el sueño. Pero la impresión recibida habíala desvelado de tal modo que no podía dormirse. Le parecía ver aún las mortecinas lucecitas. Y así, pasó la noche más terrible de su vida. Cuando vio que empezaba a despuntar el día, decidió levantarse para ir a rezar a la iglesia, y se tiró de la cama. Vistióse a toda prisa, e instintivamente se acercó al baúl para ver si seguía allí el cirio; pero al abrir la tapa, lanzó un grito de espanto, dejándola caer de golpe. ¡El cirio se había convertido en un difunto!
Despavorida, echó a correr por las calles y llegó a la iglesia, jadeante, refiriendo al sacerdote todo lo que le había ocurrido. El cura le riñó: «¿Pero cuándo vas a dejar esa curiosidad malsana de querer saber lo que pasa en las horas de la noche, en que vagan
las almas en pena? Corres el riesgo de que al volver esta noche por el cirio, te lleven también a ti». La vieja tembló al oírlo; pero el sacerdote, para tranquilizarla, le dio varias reliquias, encargándole mucho: «No te separes un momento de ellas y reza todo el día; sólo así te podrás librar de las almas en pena».
La vieja no se atrevía a volver a su casa, donde estaba el difunto dentro del baúl. Se pasó el día entero en la iglesia, temiendo que se acercara la hora fatídica en que volverían por el cirio. Pero cuando ya fue de noche, no tuvo más remedio que marcharse a su casa y, asomada a la ventana, esperar a que fueran las doce de la noche.
Llegó la hora, y aún no se había extinguido el eco de la última campanada del reloj de la iglesia, cuando aparecieron en el fondo de la oscura noche las temblorosas lucecitas de la procesión, que a paso lento iban aproximándose hacia ella, haciendo acelerar el corazón de la pobre vieja.
Cuando llegaron bajo su ventana, se levantó un cirio, del que salió una voz diciendo: «Dame el cirio que te dejé anoche».
La vieja quiso decir que se había convertido en un cadáver; pero, del miedo, no pudo balbucear palabra, y se dirigió por él al baúl. Mas al abrirlo, vio que de nuevo estaba transformado en cirio; lo cogió, y fue a entregarlo por la ventana, alargando el brazo fuera de ella, y notó que una mano abrasadora la agarraba muy fuerte, tirando de ella hacia abajo. Ya iba a gritar, cuando sintió que la soltaban y oyó, a la vez, como un rugido, en el que entendió: “Si no fuera por lo que tienes puesto encima, en este momento te convertirías en fuego y cenizas”.
La procesión de las luces se fue alejando lentamente y la vieja respiró libre, renunciando a su curiosidad para toda su vida. No volvió a abrir jamás aquella ventana de noche, pues desde entonces se acostaba siempre al rezo del Ángelus, al ponerse el Sol.
FDO: ANTONIO CENIZA
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